Destellos

Sin pensarlo la atrapé. 

Cerré la tapa de la antigua caja de puros de mi abuelo en cuanto el hada picó el anzuelo. ¿Quién podría resistirse a una onza de chocolate blanco? Sabía que lo haría, igual que lo hicieron las otras días antes. 

 En cuanto la encerré en la jaula, junto a sus compañeras, empezó a irradiar el brillo de la rabia y la ansiedad al que yo ya me había acostumbrado. Conocía su modus operandi: primero la rabia, luego la aceptación y finalmente la rendición ante mis órdenes. 

 No era la primera vez que me llevaba un mordisco de un hada, pero en esta ocasión la sangre brotó a borbotones de la herida. Debía meterla en vereda, igual que hice con sus otras diez compañeras. 

 Este año había sido de lo más fructífero. La maldad, los malos deseos y la envidia corrosiva del ser humano habían conseguido que el infierno se abriese paso entre nosotros dejando escapar unos cuántos diablillos más de la cuenta. Pero la gente como yo, los único que conocen el secreto, les habíamos apresado a tiempo. Ahora nos esperaba la ardua tarea de educarlas, convertir seres malignos en mágicos y obligarles a destilar tanta dulzura como narraban los cuentos...

  Sin ellas, la felicidad sería tan inviable como las flores sin abejas. Sin nuestros latigazos, estos bichos infernales jamás actuarían de este modo. 

No me siento precisamente orgullosa de mi trabajo, pero alguien tiene que hacerlo.